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DON CORLEONE DE TARIJA Y LOS SOCIOS DEL DESFALCO

 


             Franco Sampietro

 

 Encaro este escrito acabando de ver la mala película para niños grandes (y bobos) Batman, última de la interminable (y soporífera) serie del rancio personaje. Pese a la pérdida de tiempo, un elemento rescato de la experiencia: su visión de la corrupción política como lacra fundante de todas las otras, ya sea económica, social o antropológica. Como toda película mala, además es maniquea; de modo que la moral está bien planteada y sin claroscuros: la corrupción es (repitamos) la madre de todos los males y un horror que se debe perseguir y erradicar hasta el último linfoma. El elemento que decía rescatar, precisamente, es esta contraposición entre la visión media gringa y la media tarijeña sobre el mismo fenómeno.

 Correcto: ¿Qué nos pasó en Tarija para que la corrupción haya dejado de preocuparnos, al punto de acabar también de ser, en los hechos, un delito?. Aquí entra no sólo una cabeza que es a la fecha el político vivo más corrupto de Bolivia: el único que ostenta el récord de 42 procesos y 35 propiedades (probadas) mal habidas, sino una cultura que lo permite y lo ramifica hasta la mínima institución donde robar alguito sea posible, así como una sociedad a la que no le importa más en absoluto, dando la impresión de que todos harían lo mismo si pudieran. 

 Es decir, empezando por la elección de un Gobernador que debería estar preso, pasando por un Alcalde que pone como asesor a un asesino sentenciado  (demostrando lo que valen para él las leyes), hasta llegar a un carnaval signado por la borrachera masiva en plena crisis sanitaria (pero bajo la farsa del turismo), así como una ola de estafas a grupos musicales de afuera que les sacaron la ficha enseguida a los “vivos” de siempre, por no mencionar a la universidad podrida que campea rampante a sus anchas, se podría decir que la Historia en este valle -que no sé si llamar de luz o de lágrimas, pero andaluz no seguro- es una vieja señora muda que sólo sirve para hacer quedar bien a los socios del desfalco.

 Por supuesto, podríamos continuar mencionando ejemplos bizarros, pero la lista se convertiría en una mera enumeración caótica, y sobre todo, sería un esfuerzo condenado al absurdo. Porque la corrupción ha pasado a ser lo usual y no lo novedoso, cumpliendo así, una vez más, la segunda ley de la dialéctica: “los cambios cuantitativos se vuelven cualitativos”. Por eso ya no sorprende que al destapar otro caso se apliquen al mismo los signos de exclamación (a lo sumo) en vez de los de pregunta.

 Porque al principio cada barrabasada escandalizaba, llamaba la atención, aunque fuera causaba gracia; hasta valía la pena comentarlo y difundirlo. Ahora ya parece que no tuviera sentido: como si la moral que lo juzgaba se hubiera anquilosado y los valores hubieran fenecido. Suena como contar que a los árboles, en otoño, se les caen las hojas.

 Y es que el logro más grande de la clase política nativa –con el “gran” negrito Montes a la cabeza, que siendo negro se da el gusto de ser racista con otros que él ve más oscuros- es ése: haber conseguido que la corrupción no sea más un delito. Si tuviéramos que mencionar una capacidad suya, sin duda sería la misma: haber convertido a la corrupción en su fuerte y haber hecho una virtud de ello. Su aura de corrupto intocable –de mafioso- es entonces lo mejor que posee.

 ¿Por qué Tarija no reacciona, como en la película gringa?, ¿qué tipo de agua nos ha pasado por dentro para semejante cambio de fondo?, y una pregunta más puntual e importante: ¿les tienen tanto miedo porque tienen mucho poder, o tienen mucho poder porque les tienen tanto miedo?

 

Ya que estamos materialistas dialécticos, citemos también que la primera vez funciona como una tragedia, mientras que la segunda como una farsa. En esa línea, todo haría suponer que al conocer la tremebunda fortuna turbia del “señor” Gobernador en ciernes (así como el currículum apestoso de sus secuaces) la sociedad que fue víctima, henchida de odio justificado, saldría a pelear como Dios manda por lo que le robaron. Y sin embargo no, más bien le encanta saberlo, diciendo con su cómplice silencio que es hermoso y exprimiéndose el cerebro para ver cómo hacer lo mismo. (No hay que exprimirse mucho, por supuesto; basta con ingresar a la política del bando villano y tirar como ropa vieja los principios y los escrúpulos). Mientras tanto, demuestra su aplauso dándole devotamente el voto.

 Por si no quedara claro, no es un fenómeno que se limite a la pequeña y rancia clase alta ni a la acomplejada clase media, porque de ese modo lo sienten políticos, terratenientes y gente de poder, pero también almaceneros, taxistas o docentes, así como una enorme cantidad de las clases empobrecidas por la exclusión que generaron estos mismos políticos que de nuevo gobiernan. Por eso no es exagerado decir que ahora somos más impresentables que antes, política y moralmente impresentables: el pueblo de la farsa, el que eligió de nuevo al que ya lo había desfalcado.

 Es a raíz de esto que la pregunta se desprende por sí misma: ¿continuará para siempre la rosca de Tarija manejando la cosa nostra?, ¿no van a hartarse nunca los tarijeños de sus ladrones impunes, de la risa de los canallas, del triunfo eterno de los malos?. Hay sin duda una explicación sociológica al respecto: se trata de una sociedad que esconde la cabeza, que no quiere saber lo que pasa, que entierra la realidad y el pasado como si le molestaran. Que ve a la organización de su época como si fuera la condición del hombre; para decirlo con el materialismo: que ontologiza una situación histórica.

 Lo hombres no hacen para mandar o para ser mandados, para robar o para ser robados, para burlar o para ser burlados. Pese a la montaña de propaganda que difunden sus medios basura (que a esta altura, son casi todos los de Tarija), por mera inercia histórica se acabarán despertando.

 

 

   

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